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Patentes

A finales del siglo XVII, los centros más activos de la innovación tecnológica se encontraban en Europa occidental, en Francia y los Países Bajos y, muy poco después, en Inglaterra y Escandinavia. Durante los años transcurridos entre las primeras publicaciones de Galileo y la aparición de los Principia de Newton, hubo varios cambios que afectaron de manera radical al desarrollo tecnológico.

Cronológicamente, el primero de ellos fue el movimiento para reformar el sistema de patentes en Inglaterra. Según se dice, la primera patente se otorgó en Florencia, en el siglo XV, y la práctica fue adoptada pronto en otras ciudades y Estados del norte de Italia. Las patentes de la Inglaterra del siglo XVI eran en su mayoría monopolios para manufactura y comercio otorgados a favoritos de la corte a cambio de un soborno. La Ley de Monopolios de 1624 acabó con muchos de los abusos más flagrantes del sistema, al tiempo que preservaba la práctica de conceder a un inventor o, en general, a un innovador, cartas de patente para salvaguardar el monopolio de su invención o del invento o arte importado del extranjero, inicialmente durante veintiún años. La Ley no eliminó todos los abusos y resultó difícil alcanzar una definición legal satisfactoria de lo que constituía un invento; así pues, las leyes fueron aquilatándose y mejorando progresivamente a lo largo de los siglos siguientes. Tras el Acta de Unión se extendieron a Escocia en 1707; en 1790, la naciente república de los Estados Unidos de América instituyó sus propias leyes de patente y, al año siguiente, la Francia revolucionaria adoptó un sistema de patentes inspirado en la Ley de Monopolios inglesa. Hasta mediados del siglo XIX no se comenzó a establecer un sistema para la protección de inventos en una Alemania todavía fragmentada. Se ha dicho que el sistema de patentes no es otra cosa que la aparición de la idea de progreso en el derecho, pues es evidente que una sociedad estática no tendría necesidad de ellas.

Antes de que existieran leyes de patente efectivas, la única protección de que disfrutaba el inventor era la incierta ventaja del secreto. Esto desalentaba, necesariamente, la invención y retrasaba la innovación; también tenía el efecto secundario de envolver al inventor en un aura de misterio y mito que aún no se ha disipado del todo, ni siquiera en la actualidad. La amplia mayoría de las invenciones que han dado a la humanidad la posibilidad de salir de la barbarie a la civilización fueron realizadas por hombres y mujeres enteramente desconocidos. Con la introducción del sistema de patentes, el inventor se convirtió en figura pública; en palabras de la jerga moderna, el inventor ha entrado en el terreno público.