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Galileo, El Telescopio y La Luna - 400 años

En 1604 apareció una “super nova” en la constelación Serpentario. Galileo observó que la nueva estrella no presentaba paralaje medible y por tanto estaba muy lejos de la Tierra y fuera de la órbita lunar. Con ello, demostró que podía haber cambios en los cielos, asestando un duro golpe a Aristóteles, que había afirmado que los cielos eran inmutables, limitando los cambios a la esfera sublunar.

Se cree que el telescopio pudo haber sido inventado en la Edad Media, pero si es así, la invención había desaparecido y no se lo conocía en el Renacimiento. Hacia 1608 fue reinventado en Holanda y un año después llegó a oídos de Galileo la noticia de este invento y en seguida trató de fabricar uno, mediante un tubo de plomo y dos lentes, planos por una cara y uno de ellos convexo y el otro cóncavo por la otra cara. Después de varias tratativas, logró construir un instrumento en que los objetos parecían mil veces más grandes y treinta veces más cercanos. Luego lo enfocó a los cielos, con enormes efectos sobre su carrera científica y sobre las ideas de su tiempo con respecto al mundo.

A principios del siglo XVII Europa estaba irremisiblemente dividida en reinos y Estados católicos y protestantes, pero el régimen usual de Gobierno en los grandes Estados, como España, Inglaterra y Francia, era el absolutismo, en el cual el soberano es el “lugarteniente de Dios en la Tierra” y está por sobre la ley. Las guerras de religión ensangrentaban el suelo europeo e incluso dentro de los Estados hubo conflictos sangrientos por cuestiones religiosas, como la persecusión contra los protestantes en Inglaterra en tiempos de María Tudor “la sangrienta” (Bloody Mary) y la matanza de San Bartolomé en Francia en 1572. Sin embargo, los españoles habían conseguido detener el avance islámico en Lepanto y habían continuado con la conquista y colonización de América, sin poder rechazar a los ingleses, que se instalaron en Virginia en 1584, y a los franceses, que conquistaron Canadá meridional.

En los primeros años del siglo XVII, mientras Galileo preparaba su telescopio, Cervantes terminaba el Quijote y Shakespeare representaba sus obras dramáticas y comedias en el Globe Theatre de Londres. Era una Europa abigarrada, entusiasmada por la belleza y el esplendor del arte y de las grandes cortes reales, muy diferente a la Europa sobria y mística de la Edad Media. Es en este escenario que Galileo hace saber sus descubrimientos celestiales. Estos descubrimientos –como escribió él mismo en 1610, en su obra El Mensajero de los Astros (Sidereus Nuncius)- “eran grandes espectáculos, desusados y notables”; estos fenómenos recién observados se referían a la Luna y su superficie, a las inumerables estrellas y a los cuatro satélites de Júpiter, que Galileo bautizó como “planetas Mediceos”, en honor a la familia Médicis, reinante en Florencia.

Por vez primera en la historia de la humanidad, el planeta más cercano a nosotros pudo ser visto en detalle. El paisaje lunar aparece como un paisaje terrestre, con montañas, valles, “mares” y mesetas. Para Galileo, la Luna era una Tierra en miniatura y sin vida. Galileo había descubierto que la superficie lunar no era lisa, uniforme y perfectamente esférica (“como muchos filósofos creen”), sino que su superficie estaba llena de rugosidades. También descubrió que nuestro satélite natural rotaba sobre sí mismo, porque el Sol iba iluminando gradualmente su superficie rugosa, Llevado por su pasión científica, Galileo intentó medir la altura de algunas montañas lunares y averiguó que algunas alcanzaban los 6.400 metros.

Galileo había demostrado que la Luna no poseía esa perfección atribuida a los cuerpos celestes, pero no acaban aquí sus descubrimientos. Más adelante, se ocupa del resplandor terrestre. Descubre que es la Tierra –es decir, la reflexión solar sobre la Tierra- la que ilumina la Luna, así como este satélite nos ilumina a nosotros. “Probaremos que la Tierra es un planeta viajero cuyo esplendor sobrepasa al de la Luna”, escribe Galileo en El Mensajero de los Astros. Por lo tanto, la Luna no tiene brillo propio como hasta entonces se creía, y Galileo tiene derecho a pensar que el resto de los planetas tampoco posee luz propia, sino que ésta proviene del Sol, como es el caso de Venus, que vemos como una grande y luminosa estrella vespertina.

En cuanto a las estrellas, Galileo descubrió que, a diferencia de los planetas, su visión no se agrandaba con el telescopio, por lo que dedujo correctamente que se encontraban a una inmensa distancia. De ahí se desprendía que no pudiera medirse su paralaje. Por otra parte, ante su vista aparecieron incontables estrellas, muchas más de las que ningún hombre había visto hasta entonces. Para él y para sus contemporáneos más inteligentes, esto era una prueba más de que los antiguos astrónomos no conocían todo acerca del cielo y que, en consecuencia, se habían equivocado. También se ocupó de las fases de Venus. Este planeta, al igual que nuestra Luna, presenta fases de acuerdo a su posición con respecto al Sol, por lo que Galileo dedujo que también orbitaba alrededor del astro rey. Por último, observó las manchas solares, que le permitieron conocer que también el Sol rotaba sobre su eje y su velocidad de rotación. Una comprobación más de la inexactitud del sistema ptolemaico o geocéntrico.

Pero si algún hecho faltaba para convencer a los más reacios, ese fue el descubrimiento de las cuatro lunas o satélites de Júpiter, que Galileo estima es su descubrimiento más grande. Desde que las observó por primera vez, se dio cuenta que se movían con Júpiter en su órbita de 12 años alrededor del Sol, al igual que la Luna sigue apegada a la Tierra en su revolución de 1 año. Posteriores observaciones le permitieron concluir que las órbitas de los satélites de Júpiter eran diferentes y que también eran diferentes sus períodos de revolución.

Júpiter venía a ser un modelo a escala reducida del sistema copernicano, contradiciendo a todos los que se oponían al sistema heliostático. Por otra parte, si Júpiter se movía arrastrando sus lunas, ¿por qué no podría hacer lo mismo la Tierra con su propia Luna?

Al saberse los descubrimientos de Galileo, muchos contemporáneos señalaron que eran mucho más grandes e impresionantes que el descubrimiento de América. La fama de Galileo le hizo ganar el cargo de Matemático en la Corte del Gran Duque Cósimo de Médicis, gobernante de Florencia, y a quien había dedicado, con gran perspicacia, su descubrimiento de las lunas de Júpiter. El Cardenal Barberini escribió un poema en su honor, lo que no impidió que años más tarde, como Papa Urbano VIII, sometiera a Galileo al juicio de la Inquisición. En una carta al Rey de Inglaterra, Jacobo I Estuardo, fechada en marzo de 1610, sir Henry Wotton, su embajador en Venecia, le cuenta de El Mensajero de los Astros y del telescopio, detallando los descubrimientos de Galileo: “Así, ha echado por tierra toda la astronomía y también toda la astrología… Su autor corre el riesgo de ser sumamente famoso o sumamente escarnecido.”

Antes de 1609 el sistema de Copérnico parecía una simple especulación matemática, una proposición ideada para “salvar las apariencias” (es decir, para poder explicar los hechos mediante la nueva teoría). El supuesto básico de que la Tierra era tan sólo un planeta más planteaba tan graves interrogantes y se oponía de tal modo a la experiencia y el sentido común, que pocas personas habrían sido capaces de afrontar las aterradoras consecuencias del sistema heliostático. Pero después de la publicación de El Mensajero de los Astros en 1610, cuando Galileo demostró el verdadero aspecto del Universo, se debió aceptar que el telescopio contradecía al sistema aristotélico y ptolemaico y que la singularidad atribuida a la Tierra, como diferente a todos los cuerpos celestes, contradecía las evidencias. Sólo quedaban dos posibilidades: Negarse a aceptar las observaciones del telescopio, o rechazar la fisica de Aristóteles y la astronomía de Ptolomeo.