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El surgimiento de las ciencias exactas

El éxito predictivo de la mecánica newtoniana impulsó su adopción como el fundamento más simple de la nueva visión científica del mundo. Hasta fines del siglo diecinueve, muy pocos dudaron de su validez. Esta certeza no se vio seriamente aguijoneada sino hasta principios del siglo veinte, con la aparición de la teoría de, la relatividad y la teoría cuántica. Sin embargo, durante su largo período de supremacía, la mecánica newtoniana experimentó importantes avances que, sin llegar a afectar las bases de la teoría éstas permanecieron casi tal cual las había dejado Newton , afectaron su formulación matemática. A partir del siglo dieciocho, varios matemáticos transformaron las ecuaciones de Newton, no sólo para aplicarlas a problemas complejos, como el del movimiento de un trompo, sino también para comprender ciertas propiedades de la teoría implícitamente contenidas en su formulación original.

Una de las propiedades importantes que fueron puestas en evidencia de esta manera fue la existencia de principios de conservación. La mecánica newtoniana es una teoría del movimiento. En tanto que tal, describe las variaciones de ciertas cantidades la velocidad y la posición en función del tiempo. Sin embargo, una vez que las ecuaciones se expresan bajo la forma adecuada, se observa que a pesar del cambio aparente ciertas magnitudes permanecen invariables en el transcurso del movimiento. Aun antes de la aceptación de la teoría de Newton, Descartes y Leibniz habían sugerido la existencia de tales magnitudes. Descartes lo hizo en la forma de "cantidad de movimiento", que definió como el producto de la cantidad de materia del cuerpo por su velocidad. En mecánica newtoniana, la cantidad de materia no es más que la masa, por lo tanto la cantidad de movimiento de un cuerpo es igual a su masa multiplicada por su velocidad. Leibniz, por su parte, introdujo una magnitud conservada a la que llamó "fuerza " distinta de la fuerza newtoniana, hay que precisar , y que era la suma de dos elementos: por un lado la "fuerza viva" (que hoy tiene una definición algo distinta a la de Leibniz), definida como el semiproducto de la masa por el cuadrado de la velocidad, y por otro lado la "fuerza muerta", igual al producto del peso del cuerpo por su altura.

Los discípulos de uno y otro disputaron mucho tiempo por la verdadera magnitud conservada durante el movimiento: ¿era la "cantidad de movimiento" o la “fuerza"?. Finalmente, la mecánica newtoniana le dio la razón a los dos campos, señalando que tanto la cantidad de movimiento cartesiana como la fuerza leibniziana son magnitudes conservadas.

Según la teoría newtoniana, y en cierto sentido también según las teorías que la reemplazaron, la cantidad de movimiento total de un sistema que no está sometido a una fuerza exterior permanece constante. Por ejemplo, analicemos el movimiento de retroceso de un cañón: antes del tiro, el cañón y el proyectil que contiene están en reposo, por lo cual la cantidad de movimiento del sistema cañón proyectil es nula. Después de la eyección, el proyectil posee cierta velocidad, por ende una cantidad de movimiento no nula, con la misma dirección que el tubo del cañón. Como la cantidad total de movimiento del sistema es nula, ahora el cañón posee una cantidad de movimiento igual a la del proyectil, pero en dirección opuesta. Desde luego, el cañón tiene una masa mucho mayor que la del proyectil, por lo que su velocidad de retroceso será menor que la velocidad del obús.

Magnitud puramente mecánica, intrínsecamente ligada al movimiento de los cuerpos en el espacio, la cantidad de movimiento no se transforma jamás en una magnitud no mecánica. Así, en mecánica newtoniana la conservación de la cantidad de movimiento siempre puede verificarse. Por el contrario, como se descubrió en el siglo diecinueve, la "fuerza" de Leibniz puede adoptar formas no mecánicas. Esto implica que, si sólo consideramos las magnitudes mecánicas de un sistema, la "fuerza" de, este' sistema puede que no se conserve con el tiempo. Como veremos más adelante, la "fuerza" de Leibniz corresponde a una de las formas de magnitud que hoy llamamos "energía". La fuerza viva es la "energía cinética", la fuerza muerta es la "energía potencial", y la suma de ambas es la "energía mecánica"; esta última magnitud muchas veces se conserva.

Consideremos el caso de un péndulo al que se ha mantenido lejos de su posición de reposo. En un momento, su velocidad y por lo tanto su energía cinética son nulas. Su energía inicial es simplemente igual a su energía potencia¡, medida en relación al punto más bajo de su trayectoria. Si ahora dejamos al péndulo solo, adquirirá una energía cinética en detrimento de su energía potencial. Una vez que el péndulo alcanza su altura mínima, su energía potencial inicial ha sido completamente convertida en energía cinética. Cuando el péndulo sigue su curso, su energía potencial crece nuevamente, mientras que su energía cinética disminuye. Una vez que el péndulo alcanza la posición simétrica de su posición inicial, su energía cinética se ha convertido a su vez íntegramente en energía potencial. Las oscilaciones del péndulo se traducen así en una transformación periódica de energía potencial en energía cinética y luego de energía cinética en energía potencial. En ausencia de roce, la energía mecánica del sistema permanecería constante y estas oscilaciones se mantendrían eternamente. Pero el roce transforma poco a poco esta energía mecánica en calor, otra forma de energía, y esta transformación tiene como efecto primero desacelerar y luego detener el péndulo.

El desarrollo de nuevas formulaciones matemáticas de la teoría newtoniana cesó a comienzos del siglo veinte con la aparición de otras teorías más sofisticadas. Sin embargo, esta teoría había significado para el hombre un profundo cambio en su representación del mundo y en su cultura. La mecánica de Newton parece haber logrado lo que nunca nadie se había atrevido a hacer: una teoría matemática que permitía, en principio, dar una descripción completa de todos los fenómenos naturales, por lo menos bajo el aspecto mecánico (y, según Descartes, no hay otros). Por primera vez en la historia, parecía que el espíritu humano podría conocer el mundo como realmente es. En otras palabras, la ciencia exacta, en el sentido que hoy le damos al término, se había revelado posible. Si, como consecuencia, el ideal del conocimiento científico acabado ha decepcionado en cierta época, todavía hoy tenemos la convicción de que la ciencia enuncia verdades sobre el mundo. De este modo, aun cuando no compartimos ya del todo ese sentimiento de victoria definitiva que comunican, podemos entender el entusiasmo que albergan estos dos versos que el poeta Alexander Pope propuso para el epitafio de Newton:

La naturaleza y sus leyes yacían en las tinieblas. Dios dijo, «¡Hágase Newton!", y la Luz se hizo.